miércoles, 30 de mayo de 2012

El chico del polo verde


Habíamos estado conversando la noche anterior acerca del encuentro que tendríamos. Quedamos en que yo iría a su casa a ver películas y después él me dejaría en el trabajo. Todo estaba fríamente calculado. No era la primera vez que acordaba en “ver películas” y terminaba en una escena de agarres y meteduras de mano calentonas –por esos tiempos, en mi vida, era pan de cada día-.

Llegó la mañana del primero de Octubre y me desperté súper temprano. Me cagaba de frío, pero quería verme “sexy” para mi nueva “conquista”. Esperé a que mi vieja se fuera a trabajar y entré a la ducha a bañarme. Me depilé hasta la oreja y me embadurné de crema; escogí –aún no comprendo por qué- un calzón digno (o sea, no de dibujitos), me puse pantys y safé a esperarlo a la esquina.

10 a.m. Llegó en su carro rojo. Era la primera vez que nos veíamos en persona. Recuerdo que lo que más me llamó la atención fueron sus ojos verdes con ojeras. Pensaba que, aunque para muchas el sujeto podría parecer atractivo, a mí me resultaba un tanto común a la vista. Subí al carro y apenas cerré la puerta él me tocó las piernas.

-Relájate- le dije.

Manejó hasta una tienda de por mi casa y compró algo para tomar. No tardó mucho en regresar al auto.

-¿Por qué mejor no vamos un rato a tu casa?- Me preguntó.

Sentí miedo, pero creo que logré disimularlo. 
 
-Mi abuela está descansando- le contesté.
-¿Tu abuela?

(fuck, fuck, fuck! Se dio cuenta que le mentí)
-Sí… es que está durmiendo… eh… Hay que ir por ahí a “conversar”.

Se estacionó en una calle cerrada y comenzamos a agarrar. Ya por esas fechas me importaba poco o nada si agarraba con alguien que me gustara o no. Era como peinarme. Era mecánico; casi, casi involuntario.

Salió una señora a barrer la entrada de su casa y nos vio.

-Vamos a tu casa.
-Está bien- le contesté con algo de resignación.

10:15 a.m. Cada uno se sentó en un sillón diferente. No teníamos tema de conversación, obviamente. Me dijo “ven aquí”, así que me senté en sus piernas y empezamos a besarnos de nuevo. Esta vez la cosa estaba alcanzando niveles desconocidos para mí.

-¿Por qué no vamos a tu cuarto?- Preguntó el sujeto del polo verde.
-… está bien- contesté un poco agitada. 

Me echó sobre el cubrecama morado y comenzó a tocarme. Agarraba pésimo; lo recuerdo con claridad. A pesar de eso, estaba excitada por la situación. Metió su mano por debajo de mis pantys y en ese momento fue claro para mí que estaba arruinada.

-¡No!- Le repetía constantemente, pero él seguía. Yo no lo detenía.

Mi mente estaba dividida entre dejarme llevar por el placer de por fin tener mi primer encuentro sexual y mis creencias sobre la perfecta “primera vez”. Definitivamente esta no lo iba a ser. 

Lo paré como pude y me fui a la sala. Él vino después a preguntarme si todo estaba bien. Afirmé con la cabeza. Estaba temblando y le dije que jamás lo había hecho. 

-Solo vamos a agarrar- me dijo en una voz suave. Quería tranquilizarme, pero no lo logró.

Estúpidamente acepté ir al cuarto de nuevo. La situación anterior se repitió, pero esta vez él se sacó el pantalón más rápido de lo que yo hubiese podido decir “parangacutirimicuaro”. 

-¡Au!- Grité.
-Solo la puntita, después la saco- Me susurró.

-Ni cagando, pues- Pensé. Y sin embargo, acepté.

Por unos segundos cumplió su promesa. Después se vino con todo y por más “No” que él escuchara, estaba decidido a continuar.

-¡Au!- gemía yo en una voz baja. 
-Solo un ratito. Espera a que me venga y la saco- Me decía.

La situación había pasado de arrecha a creepy en menos de cinco minutos. Ahí estaba yo, con el calzón abajo y totalmente postrada, en una cama, sirviéndole a un sujeto que no conocía más de media hora, de muñeca inflable.

Por fin se vino. Lo empujé y me fui al baño a cambiarme de calzón. Me peiné un poco, salí del baño después de 10 minutos y le dije: “¿vamos?”

Nuevamente estaba yo en el carro rojo. Solo le hablaba para darle las indicaciones de cómo llegar a mi trabajo. 

10:58 a.m. En el pasaje Los Pinos de Miraflores, una chica con chompa a rayas se bajó de un vehículo colorado. Le dio un beso en el cachete al sujeto que ahora despreciaba y que no volvería a ver jamás, y se fue caminando mientras escuchaba como las llantas arrancaban. Se sentó en la acera en estado de shock. Llegó su fiel amigo y compañero de trabajo. Al notar su presencia lo saludó.

-Hola, ¿Qué tal?- Le dijo él en su común y alegre tono de voz.
-Mal.

Mientras le narraba lo sucedido, las lágrimas empezaron a caer sin ser llamadas. La tristeza se apoderó del recuerdo y el arrepentimiento me llenó el ser como el sujeto de polo verde no lo supo hacer.

Desperté.

miércoles, 16 de mayo de 2012

El Cohete Espacial

*BUM* *POW* PIUF*

Cuando por allá en los años noventas existía todavía mi muy querida Feria del Hogar, mis padres, que aún seguían juntos, tomaron la decisión de que debíamos comprarnos una cocina nueva y moderna. Para esto aprovecharon las ofertas buenazas que una de las carpas de la Feria les ofrecía, y así, en no recuerdo realmente cuántos días, fue que llegó a mis manos un tesoro que jamás olvidaré: El Cohete Espacial.

Si no me equivoco tenía 5 o 6 años, y la cocina me la pasaba por el poto. Pero lo que mi pequeña mente infantil no pudo ignorar fue el envase que contenía a la cocina nueva. Era grande, "cuadrada" y marrón beige. Olía a nuevo y era lo suficientemente espaciosa como para que alguien de mi tamaño y contextura entrase. En pocas palabras: era mágica.

Mi hermana mayor y yo nos adueñamos por completo de la caja. Jugábamos a que una entraba y la otra la movía intempestivamente. Dentro de la caja se sentía como terremoto, pero no me daba miedo. Gritaba como loca de la emoción. A veces solo me metía porque sí y me quedaba un buen rato pensando historias dentro de las paredes.

No sé exactamente cuanto nos duró la felicidad de la caja a mi hermana y a mí... creo que al final de cuentas terminó rotísima porque verdaderamente le sacábamos la mugre. Fue, quizás por unos meses, mucho más paja que llegar después de clase y prender la tele. Como lo dije antes: era mágica.

Mucho tiempo ha pasado desde que gocé a morir con mi caja de cocina. Mi hermana y yo ya crecimos y dejamos ese tipo de aventuras a un lado; y, sin embargo, hace unos meses, cuando mi vieja decidió que por fin era hora de cambiar nuestra cocina de Feria del Hogar, llegó a mí un nuevo electrodoméstico con una caja aun más grande y gruesa que la anterior. También olía rico y fácil que cabía adentro -no he crecido mucho desde los 6, la verdad-. El señor que vino a dejarla instaló la cocina, me hizo firmar un papel de "recibido" y finalmente me preguntó: "¿Quiere que le deje la caja?". "No", le respondí.

Mientras le cerraba la puerta recordaba a mi caja vieja, a mis juegos de chibola monce, a la Feria, a mi hermana, y sobre todo, a mi niñez.

jueves, 10 de mayo de 2012

Sobre mis dudas existenciales y algo de machismo.

Mientras escucho una corta venas maleada de La Lá para BarrioBEAT, mi mente empieza a divagar acerca de la discusión que acabo de tener con mi vieja.

"Es que ya se está mal acostumbrando"

Su frase me retumba en el cerebro como tambor al micrófono en máximo volumen. Mi yo interno le grita fortísimo: ¡Cállate!, pero el volumen del amplificador sube más y la voz se va apagando hasta llegar al punto de hormiga.

Considero que sé muy poco o nada de relaciones, y que con la que tengo vengo aprendiendo en la práctica. A pesar de esto, siempre he tenido ciertos criterios, y uno de ellos -y motivo de mi mecha con la doña- es el muy recurrido, pero quizás poco tocado, tema del "quién paga".

Mi teoría va de esta manera: si yo trabajo, y él trabaja, ¿no es justo que ambos paguemos miti-miti como la justicia manda? Al mismo tiempo pienso, porque tan lorna no soy, "pero tú ganas menos, flaca". Ok, ok, entonces me reformulo: Si yo gano 100, y él gana 1000, entonces nos vamos en proporción de 1/10, ¿verdad? Todos felices. Resumiendo el caso, sería algo como que tú me pagas la cena, yo te pago el taxi.

Pero para mi vieja estos cálculos matemáticos de medio pelo no le bastan como argumentos suficientes en defensa de mi pensamiento -y en defensa del flaco, también-.

Según mi madre, la situación es -o debería de ser- así:

Flaco tira contigo. Flaco sabe que eso causa problema en tu salud. Al darle uso a "eso", estás causando daño, y ese daño, así como en un auto, debe ser reparado llevando con cierta frecuencia al "auto" a hacerse su "mantenimiento".

-¿Estás diciendo que soy un carro que Flaco maneja?
-Estoy diciendo que él debe asumir los gastos porque es el hombre.
-Jamás pensé que tuvieras esa mentalidad tan machista.
-No es machismo, es cómo debería de ser. 

¿Será porque odio la dependencia?

-Tú papá era igual. Se mal acostumbró a eso de "ir a medias" y después no tenía responsabilidad en nada. ¿Por qué mejor no te callas y piensas; o mejor, por qué no le preguntas a tus amigas? Ve lo que te responden.

Auch.

Le preguntaría a mis amigas de no ser porque poseen la misma personalidad obtusa... pero... y ¿si es cierto? Si verdaderamente estoy cediendo demasiado a algo que "por derecho" me corresponde. Aunque, ¿quién soy yo para dictaminar qué es lo que me corresponde de otra persona? ¿Es por miedo a no caer en esa mentalidad machista que tanto aborrezco que he empezado a comprometer aspectos que verdaderamente son importantes? ¿El hecho de yo "pago más, tú pagas menos" es realmente importante?

Si le doy una chequeada a lo que siempre he creído como correcto e incorrecto podría decir con toda seguridad que las personas siempre tienen que ir por lo más justo. Entonces, mis normas de miti-miti y la proporción estarían obrando en favor de la justicia. Por tanto, estoy haciéndolo bien (¿?).

La discusión madre-hija concluyó en nada, como usualmente sucede con nosotras dos. Un poco bajoneada por lo hablado, pero tranquila por saber que estoy en lo correcto, solo atino a decir que no me preocuparé de quién paga más, ni de quién paga menos, porque ni siquiera sé si algún día realmente necesitaré saberlo.


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