miércoles, 22 de agosto de 2012

Diana

Se llama Diana sin apellido.

La leyenda va así -y es algo que por supuesto me estoy inventando, ya que de Diana sin apellido no sé más que de su amor por el café y que siempre tiene una cita con la jefa de la tienda para que le "ayude" a mejorar el estilo"-: Se llama Diana y yo le digo La Diani. Las malas lenguas cuentan que es una loquita ricachona que vive en el edifico frente a la tienda en donde yo trabajo. Tiene dos empleadas que le cocinan huevito pasado en el desayuno con croissant de mantequilla, arroz griego en el almuerzo y sopa de espárragos para la cena.

Los Martes son días de belleza. Le cortan las uñas y se las pintan de coral, la embadurnan en cremitas antiarrugas y le tiñen el pelo de tono rubio cenizo (ese era el color original de su cabello antes de que las canas empezaran a invadirle el cráneo).

Los Jueves y Sábados -especialmente los Sábados- la dejan a su suerte: "Vaya a darse una vueltita por ahí, Sra. Diana". Y Diana, que siempre tiene una cita con la "Sra. Vera", que realmente es señorita Vera, acepta encantada.

Se pasea por los alrededores del Óvalo Gutierrez pidiendo cigarros a la gente -sobre todo a las chicas jóvenes-. Diana es una chica joven más. Para con su cepillo de cerdas finas en el bolso y cada vez que pasa frente a un espejo -o frente a cualquier cosa en donde se proyecte su reflejo- lo saca y se peina cuidadosamente el cabello corto.

Siempre está con sus lentes oscuros, incluso si llueve. Sin embargo, cuando te agarra confianza, se los quita para revelar unos anteojos de medida con el marco color miel. Sus ojos son azul acero y mucho más grandes de lo que yo esperaría para alguien de su edad. Por ahí se ve que debió haber sido una mujer muy bonita en sus años mozos.

Últimamente la veo en la tienda más que de costumbre. Entra muy cortés y saluda a todos. Pide que por favor le informemos a la "Sra. Vera" que ya llegó para su reunión y, por supuesto, nos pide (presiona para) que le "invitemos" un cafecito.

-Bien cargado y bien caliente, por favor- haciendo énfasis en la palabra "bien".

Una de las chicas que trabaja conmigo se pone triste cuando la ve; la entiendo.

No sé si sea correcto tachar de locura al estado de extrema soledad en el que vive Diana. Eso sí, uno la ve por la calle y es simplemente una más de esas limeñas pitucas que están -felizmente- casi extintas. Ningún rastro de su demencia senil.

Pero en la tienda, cuando entra siempre saludando alegre y pidiendo que por favor baje la jefa porque han quedado en tomarse un cafecito, se le nota la fragilidad. Cuando se sienta a esperar a que alguien deje de ignorarla y se le acerque, por lo menos, a conversarle del clima, se le desquebraja ese aire de señora.

A mí me gusta observarla desde caja. Es medio pajita -y morboso a la vez- ver cómo se peina frente al espejo y conversa con ella misma.

Las otras clientas no pueden evitar notar su presencia y a veces preguntarnos por qué ella actúa así.

-¿Está hablando sola?

Ninguna de nosotras dice nada, solo sonreímos.

"El café es cortesía, Sra. Diana". "Hasta luego, Sra. Diana, vuelva pronto". "La próxima, la señorita tendrá más tiempo y bajará al salón para tomarse el cafecito con usted".

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