martes, 23 de abril de 2013

Siempre hay una primera vez

Si la memoria no me falla, era miércoles. Desde el día anterior había estado en una actitud hasta el culo, pensando en negativo, con dolor de cabeza y sin haberme bañado. Me llamaste en la tarde -como estaba acordado- y conversamos de trivialidades; lo de siempre.

-Hola, ¿Qué tal?
-Bien... aburrida.
-Ah...
-¿Qué tal el trabajo?
-Ahí, bien.
-Ah...

Cada palabra que intercambiábamos hacía más fuerte la idea que me rondaba por el cerebro: No da para más.

En la noche, harta de las confusiones y la depresión escogí la peor ropa de mi clóset y me quité a Larcomar. Me mandaste un mensaje preguntándome si podías ir a mi casa.

-No- respondí de inmediato - me voy a ver a Janice. Si quieres hablar, ahí te veo.

Así, zorraza.

Llegué al puesto en donde trabajaba Janice pero no tuve tiempo de llorarle mis miserias porque llegaste a los cinco minutos -¡Genial!-. Y, qué más daba, ya tenía decidido lo que te tenía que decir. Unos minutos de charla incómoda entre los tres hasta que decidimos dejar a nuestra querida amiga en lo suyo y nos fuimos. Mientras caminábamos por Larcomar noté que tu cara no era la misma, estaba rara, triste, dispersa. Era de esas caras que le ves a la gente cuando sus viejos se mueren o les detectan Sida... no sé, pero me entró un miedo de locos. Esa sensación fea de querer ir al baño, las manos con sudor frío y la voz temblorosa.

Nos sentamos en una de las mesitas del Food Court con nada en la mesa más que mis manos y tu mochila. No me mirabas y yo solo quería llorar. Ya sabía que venía y me arrepentía del maltrato de los días anteriores.

-¿Quieres terminar?
-Creo que sí

Se me hizo un hueco en el estómago y me puse a mirar el piso conteniendo las lágrimas. No iba a permitir que me vieras llorar; aún eras un desconocido para mí y yo no dejo que los desconocidos me vean llorar.

-¿Podemos ir a tu casa? No quiero que la gente de acá me vea mal

Tomamos un taxi cualquiera. No dijimos palabra en el camino, yo solo miraba por la ventana y pensaba en todos los momentos pajolas que habíamos pasado en esos dos meses.

Llegamos a tu casa. El Domo -como así le decimos- se veía extraño también, como tú. Vacío y frío. Fueron casi 10 minutos de silencio absoluto.

-Me voy- dije por fin parándome de la mesa y cogiendo mi bolso.
-¡NO! - replicaste saltando de tu silla.
-¿Para qué me quedo, entonces?

Nos dimos un chape intenso, de esos que normalmente deben llevar a sexear toda la noche. Pero esa noche no habría sexo, ni siquiera cucharita.

Finalmente logré convencerte de que irme era la mejor idea de toda la velada. Tú me acompañaste, como siempre, a caminar las cinco cuadras que dividían tu casa de la mía. No decíamos nada, yo solo pensaba en lo que me tocaba hacer el día siguiente, en que lo superaría, que era fuerte... Llegamos al parque de mi casa, nos sentamos un momento en las bancas a conversar de nada, como en toda la noche. Todo había terminado, era un hecho. La cosa comenzó fea, tormentosa y confusa y así debía concluir. No aguanté el drama -ni el frío- un segundo más, me levanté y me fui casi corriendo. Sentí que me seguías pero al llegar a la reja de mi edificio la cerré con fuerza.

-Para que te duela, mierda - pensé.

Subí dos pisos lo más rápido posible y, de pronto, la cagué: miré por la ventana del edificio y te vi... parado, solo, quieto... Sentí remordimientos y tristeza al verte mal.

Subí el piso que faltaba hasta mi departamento, cerré la puerta despacito para que mi vieja no se diera cuenta de la novela y entré a mi cuarto. Abrí la cortina de mi ventana (la que da para el parque que tienes que cruzar sí o si para ir a tu casa) y te vi, de nuevo, caminando lentito, pacito a pacito con esos piecitos de Charles Chaplin.

-Puta madre- pensé.

Cerré la cortina rapidísimo, corrí hacia la puerta, bajé los cuatro pisos de mi edificio como si se hubiese desatado un terremoto de escala 10, llegué al parque y grité, casi como sin darme cuenta de mis palabras:

-¡¿ESTÁS SEGURO?!

Volteaste y viniste corriendo hacia mí. Los dos corriendo al estilo El Chavo del 8 y La Chilindrina. Me abrazaste fortísimo y te di besito en el cuello. El miedo por fin se fue.

Esa fue la primera vez que terminamos. ¿Lo peor (lo mejor) de todo? Ni siquiera recuerdo por qué; solo recuerdo esa escena cursi en el parque de mi antigua casa, la ropa fea que yo usaba, tu carita de chibolo feliz cuando corriste hacia mí y al wachiman que se ganó con todo nuestro drama.

jueves, 14 de marzo de 2013

Conviviendo sola

Llevo exactamente seis meses y cuatro días viviendo sola. Sí, sola; completamente sola. Nada de ese floro "mis viejos no paran en mi jato todo el día así que prácticamente es mi casa" o "Puta, manyas que mi viejo me compró un depa, aaaaluuuuciiiinaaaaaa", NO. Yo, Perdita Durango, soy una estudiante de comunicaciones con casi 23 años de edad y vivo sola. 

La verdad es que la "convivencia" solitaria es algo que anhelaba desde que tenía 10 años de edad. Recuerdo casi con exactitud estar sentada en la sala del departamento en el cual vivía con mi familia y pensar, en medio  del alboroto producido por la limpieza de los días sábados, que en cuanto cumpliera 18 años me mudaría a un departamento solo para mí. Llegué a los 18 y ese sueño se había quedado refundido en el cajón de los recuerdos junto con medias sucias y rotas y otros muchos sueños en los que una se pierde en edad virginal. No solo eso, sino que considerando la realidad de nuestro próspero país, el hecho de que un adulto joven (dícese mejor del adolescente que recién se da cuenta que está en edad de votar y tomar alcohol sin que lo boten de su jato) se largue del nido acogedor y caliente con sábanas limpias y comida hecha por madre es casi nulo -sino imposible-.

Pero así llegó un día de Octubre, como cuando te llega la regla y no entiendes muy bien si sentirte emocionada o asustada, y me tocó empezar esta nueva fase de lo que algunos llaman "madurez". 

Y aquí viene lo bueno, porque aunque a muchos les cueste creerlo -y lo digo en serio, les cuesta harto creer e imaginarlo- vivir sola no es solo sexo y drogas, amiguitos; no, es mucho más que eso. 

Vivir sola es lavar los platos después de comer para que no entren hormigas y hagan un festín de tus residuos alimenticios. Es pasar el trapo por la mesa porque esas migajas de mierda después apestan y de pronto, cuando te encuentras en un momento de sudorosa pasión, sientes un olor pestilente a lentejas malogradas y lo sabes... algo se pudrió.

Vivir sola es comprar El Secreto de la Abuela, Ride mata cucarachas, garrapatas, policías y violadores, Vape forte, azota ratas 4000 y diversas versiones con tal de combatir esas plagas veraniegas que buscan atacar a jovenzuelas dulces y solitarias. 

Vivir sola es apagar todas las luces y quedarte solo con la pantalla de tu laptop encedida para ahorrar energía, así sean focos súper hiper mega archi ahorradores. También es meter tu botellita de plástico en el tanque del inodoro para evitar fugas de agua y que en lugar de venirte S/. 6 en el recibo, te venga S/. 4. 

Vivir sola es echarle llave a tu puerta, a tu ventana, a tu calzón. Vivir sola es echarte una rezadita antes de dormir para que "el cuco" no se te aparezca a media noche porque, recuerda, estás sola y no podrás ir con mami a llorar.

Vivir sola es hacerte yuntaza del Ajinomen, de la crema de espárragos, zapallo, alcachofas y demás; es comprar atún en cantidades industriales, y si hay oferta, en mega industriales. Es tener huevo hasta por las puras y papa también, porque cualquiera de estos te sirve para llenar la sopa y el estómago. Te acostumbras a comer sola y medio monce, te acostumbras a que el arroz te dure dos meses -o más, en mi caso-.

Vivir sola es lavar tus calzones, tus blusas y tus sábanas. 

Vivir sola es aguantarte la lagrimita aguda que se te chorrea cuando estás enferma y sientes que necesitas que tu mami te envuelva en colchitas y haga sopa de pollo. O te compre tu medicina y te recuerde cada cuantas horas debes tomarla. O te sobe la frente mientras te grita sobre por qué mierda no te abrigas.

Vivir sola no es apto para cardíacos ni ineptos. Vivir sola es para gente que no se rinde a la primera salpicada de aceite hirviendo cuando fríes tu pollo broaster

Eso, y otras tragedias más sucias, es vivir sola. Ahora, dicho eso y si me disculpan, ya vuelvo; me voy a comprar mi pasaje de regreso a casa. 

viernes, 14 de diciembre de 2012

Postcards from Hamburguito

Se siente algo de tristeza al estar lejos del país amado (Perucito, ¡te extraño! -mentira, lo extraño más a él-), pero no la suficiente como para no disfrutar de estar aquí. 

En mis pocos días dentro de tierras Alemanas me la he pasado comiendo cantidades industriales de döner mit pommes en cajita, palitos de pescado con arroz, nutella con pan de leche y hot dog con vino caliente; apreciando las maravillas del paisaje hamburguino (si es que eso una palabra) con sus casitas estilo cuento de niños, nieve blanca y esponjocita combinada con cochinada del suelo y lucesitas doradas que cuelgan de los árboles. Una delicia el orden y limpieza de este sitio. Caras sonrojadas por el frío diabólico y abrigos acolchados, de esos que prometí nunca usar, pero de los cuales ahora tengo dos (¡No jodas, pues!). Y yo contando los días para la navidad más blanca que tendré en mis 22 años de vida mongolezca. Yendo de compras con madre -porque aquí el irse de shopping te sale más barato que comprar fruta- y aprendiendo cada vez más fracesitas del idioma para no quedar con cara de asterisco cuando me hablan. En estos días agradezco la vida saber inglés -gracias, cole Santa Rita, te hiciste una- y agradezco a mi superdotado sentido de la ubicación que ya sé cómo llegar de Klosterstern a Hauptbahnhof o Jungfernstieg (El lugar más lindi). También aprovecho los momentos telas y hogareños para leer -¡por fin terminé ”Mi Planta de Naranja Lima”!. No, no lloré. Ya, un poquito-. 

Se me están pasando rápido las horas y ya hasta tengo comprado el atuendo que usaré en Noche Buena (mi vieja no quiere dejar la tradición). Por lo pronto seguiré adaptándome a tener que pagar 10 centavos por las bolsas de los supermercados, a la falta de tildes y eñes en el teclado (las que se ven aquí son producto de Google), a tirar el papel con pichi al water, al (PUTO) cambio de horario y a decir ”entschuldigung” siempre que me tope con alguien por la calle. Y, pues, sí; parece que ni en Alemania la torpeza me deja. 

Ah, y solo si a alguien le interesa, el título del post salió de la canción Postcards from Italy de Beirut. Ando escuchando como loca a esa banda, no sé por qué... Mentira, sí sé.  


 Acá se las dejo. Gocen mientras yo sigo empujándome un burnwurst mit mulled wine.  

Chüss!

lunes, 3 de diciembre de 2012

Malabares

Malabares en taco aguja, taco 12, taco cuña.
Malabares con tu porta, tu mierda esa que parece una tubo de Pavco Vinduit pero que en realidad es un estuche para planos.
Malabares para leer en la combi, en el taxi, mientras manejas, mientras comes, mientras corres.
Malabares para disimular tu aliento de noche sin sueño combinado con café recién pasado.
Malabares con el corazón roto, pero con una gran sonrisa en el rostro; preocuparte por la separata, las fotocopias, el libro, el ensayo...
Malabares para editar con un dolor de cabeza que ni con tu mejor pepa se va.
Malabares para mentirle al profe, para gilearle, para que no te viole.
Malabares para no comer de más, para comer alguito, para no llorar.
Malabares para aprobar, para no biquear (o triquear), para ser quinto superior y "ya casito logro obtener mi beca".
Malabares en finales. Toda una puta semana de malabares.
Quizás para ti no sea suficiente motivo para calificarnos a todos de Supermanes; qué importa, seguiremos haciendo malabares.


domingo, 16 de septiembre de 2012

Cuando yo estaba en el colegio


Cuando yo estaba en el cole lo odiaba a muerte. Creo que no por las puras, en realidad. Me tocó en una etapa de metamorfosis alucinante. Era bien fea, bien chata, bien tímida y bien mal hablada. Pero eso sí: siempre fui cague de risa –con mis patas, obviamente, porque con los demás era una tumba egipcia-.

Yo era de esas típicas lornazas de las que nadie se acordaba, pero, cuando lo hacían, era solo para joderlas. Recuerdos tengo muchos; sobre todo un particular rumor que se expandió por ahí como el sida en los 80s y es el que vengo a narrarles aquí: 

Cuando tenía 16 años, a un sujeto de mi promoción –obviaremos el nombre por esta ocasión- con el cual yo solo había intercambiado a lo mucho cinco palabras en 10 años de estudios, empezó a difundir la hermosa y romántica historia de cómo él y yo habíamos tirado en un parque –finísimo- a las dos de la tarde de un frío día sábado. De esta manera fue cómo, a pesar de ser una virginal alumna del colegio (catoliquísimo) Santa Rita de Casia -Roguemos al señor, te lo pedimos señor- , me gané la reputación de zorra de Babilonia. RePUTAción que me acompañó hasta terminar el colegio.

Por supuesto, admito, no solo eso me jodía del cole. Me jodía la gente estúpida que lo habitaba, me estresaba estudiar cosas que no me interesaban, me indignaban las profesoras cucufatas, me reventaban la teta las formaciones bajo un sol inclemente o un clima gélido; los jueves de misa, las kermesses misias, las reflexiones por las mañanas, la cara de la subdirectora, los pelos en el brazo del promotor y la voz de la Miss Pilar -Alabaré, alabaré, alabaréeee a mi señoooor-.

De mi época escolar solo amé dos cosas: Conocer dos o tres gatos (amiguitos queridos) que hasta el día de hoy son mis patazas y a “el Sir”. Un hombre flaco de apellido Moreno que enseñaba inglés y que me trataba como un ser digno de respeto por el solo hecho de estar en nivel avanzado y hablar ese idioma con una fluidez que hasta el día de hoy no comprendo -¿Adivinaron? El de la foto de arriba-.

Creo que ahora -5 años después. ¡Alguien páseme la Ponds!- puedo decir que es un tema superado. Me da risa acordarme de todos los roches que viví como alumna santarritence –como cuando me hice la pichi en segundo de primaria porque la zorra de la profesora no me dejaba ir al baño hasta terminar de copiar la agenda (puta, el karma te perseguirá)- y de hecho, debo admitir que también hubo cosas buenas.

Finalmente, me sorprende ver que la gente que yo consideraba cojuda en el cole lo sigue siendo -Mentira. Ahora también son gordos-. Aunque, pensándolo bien, ¿Quién soy yo para definir si son cojudos o no? Lo más probable es que yo lo sea más que ellos, por no haber agarrado ovarios e ir un día con una bomba atómica a clases -Broma, broma... not-.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Diana

Se llama Diana sin apellido.

La leyenda va así -y es algo que por supuesto me estoy inventando, ya que de Diana sin apellido no sé más que de su amor por el café y que siempre tiene una cita con la jefa de la tienda para que le "ayude" a mejorar el estilo"-: Se llama Diana y yo le digo La Diani. Las malas lenguas cuentan que es una loquita ricachona que vive en el edifico frente a la tienda en donde yo trabajo. Tiene dos empleadas que le cocinan huevito pasado en el desayuno con croissant de mantequilla, arroz griego en el almuerzo y sopa de espárragos para la cena.

Los Martes son días de belleza. Le cortan las uñas y se las pintan de coral, la embadurnan en cremitas antiarrugas y le tiñen el pelo de tono rubio cenizo (ese era el color original de su cabello antes de que las canas empezaran a invadirle el cráneo).

Los Jueves y Sábados -especialmente los Sábados- la dejan a su suerte: "Vaya a darse una vueltita por ahí, Sra. Diana". Y Diana, que siempre tiene una cita con la "Sra. Vera", que realmente es señorita Vera, acepta encantada.

Se pasea por los alrededores del Óvalo Gutierrez pidiendo cigarros a la gente -sobre todo a las chicas jóvenes-. Diana es una chica joven más. Para con su cepillo de cerdas finas en el bolso y cada vez que pasa frente a un espejo -o frente a cualquier cosa en donde se proyecte su reflejo- lo saca y se peina cuidadosamente el cabello corto.

Siempre está con sus lentes oscuros, incluso si llueve. Sin embargo, cuando te agarra confianza, se los quita para revelar unos anteojos de medida con el marco color miel. Sus ojos son azul acero y mucho más grandes de lo que yo esperaría para alguien de su edad. Por ahí se ve que debió haber sido una mujer muy bonita en sus años mozos.

Últimamente la veo en la tienda más que de costumbre. Entra muy cortés y saluda a todos. Pide que por favor le informemos a la "Sra. Vera" que ya llegó para su reunión y, por supuesto, nos pide (presiona para) que le "invitemos" un cafecito.

-Bien cargado y bien caliente, por favor- haciendo énfasis en la palabra "bien".

Una de las chicas que trabaja conmigo se pone triste cuando la ve; la entiendo.

No sé si sea correcto tachar de locura al estado de extrema soledad en el que vive Diana. Eso sí, uno la ve por la calle y es simplemente una más de esas limeñas pitucas que están -felizmente- casi extintas. Ningún rastro de su demencia senil.

Pero en la tienda, cuando entra siempre saludando alegre y pidiendo que por favor baje la jefa porque han quedado en tomarse un cafecito, se le nota la fragilidad. Cuando se sienta a esperar a que alguien deje de ignorarla y se le acerque, por lo menos, a conversarle del clima, se le desquebraja ese aire de señora.

A mí me gusta observarla desde caja. Es medio pajita -y morboso a la vez- ver cómo se peina frente al espejo y conversa con ella misma.

Las otras clientas no pueden evitar notar su presencia y a veces preguntarnos por qué ella actúa así.

-¿Está hablando sola?

Ninguna de nosotras dice nada, solo sonreímos.

"El café es cortesía, Sra. Diana". "Hasta luego, Sra. Diana, vuelva pronto". "La próxima, la señorita tendrá más tiempo y bajará al salón para tomarse el cafecito con usted".

viernes, 17 de agosto de 2012

No seré tu Yoko Ono

Cuando todavía era una loner vagando por el mundo sin esperanza de encontrar a algún ser humano de sexo masculino capaz llenarme hasta el cerebro de semen y risas, pensaba que de hallarlo sería una novia ejemplar. Fiel a mi estilo -hasta ese momento- práctico, quería ser de las que no se ponen celosas, de las que no se histeriquean porque no las llaman, de las que hacen su vida y solo muy de vez en cuando se ven con el macho y, por supuesto, de las que no hostigan; de las que dejan libre a la otra persona, lo dejan ser. Lo dejan masturbarse en privacidad, ver películas solo, ir de compras con su mami y, claro esta, como ser social que es, salir siempre con sus patas.

No digo que a estas alturas del partido mi forma de ser haya cambiado en un 100%. No soy una "overly attached gilrfriend" si eso es lo que dejé a entender con mi pequeña introducción. Soy una flaca que se ha "asencillado" en sus maneras, pero que no ha podido evitar tomar ciertas conductas cliché de la típica enamoradita.

¿Qué hace que una caiga en este abismo? Dudo que amor sea la respuesta. Pero yendo al punto, lo que quiero expresar es mi falta de interés por convertirme en una de esas flacas posesivas a la cual todos los amigos del flaco terminan detestando.


No seré la Yoko Ono en la vida de mi flaco ni la de sus amigos. Es más, sé que no lo soy. Soy de las que incentivan las salidas individuales, las que preguntan "¿qué tal tu amigo tal?", las que proponen  reuniones entre patas. 

No soy Yoko Ono. Me esmero por caerle bien a todos sus "chocheras" e invitarles puchos. Me afano con la vestimenta en las saliditas para no desencajar. Hasta me río de sus chistes (y eso que casi nunca me dan risa).

No soy Yoko Ono. Yo no vine a desbaratar amistades ni a robarme a un miembro de la pandilla basura como si fuera un pedazo de pan que te puedes encaletar dentro de una bolsita de Wong.

No soy Yoko Ono. No me hago la mustia con mi cara de buenita; hablo lisuras, les hago la taba con los tires y hasta me presto para la cochinada.

No soy Yoko Ono. Lo quiero y él me quiere a mí, pero también a ustedes; por ende, los respeto.

Tómense sus chelas, salgan a vagar, conversen de huevadas que no entiendo -y posiblemente nunca entenderé-; rajen de las flacas, hablen de porno, de videojuegos, de películas western. Normal. Yo no pido nada; bueno, pido solo una cosa: Por favor, no me lo inciten a la infidelidad. Porque con toda honestidad, por más "fresh" que sea, hay algo que no ha cambiado en mí, y eso es mi inseguridad.

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